Primera muerte.
Enfermedad Gastrointestinal.
Nací en la Ciudad de México el 19 de abril de 1961, en una casa llena de aromas, de voces, de historias y silencios.
Fui el último de cinco hermanos, el benjamín de la familia.
Mi padre, Don Isaac, era un hombre de principios firmes, palabra justa y demostraciones siempre cariñosas. Mi madre, Sarita, mi reina, era el corazón palpitante del hogar, una mujer fuerte y dulce a la vez, que sabía cuándo hablar y cuándo abrazar en silencio.
Crecí entre palabras en árabe, hebreo y español, con acento de barrio y alma de oriente. Mis raíces judeo-sirias eran más que un origen: eran un mapa interno que me guiaba sin yo saberlo.
Las historias de Aleppo no eran solo recuerdos; eran enseñanzas vivas, una especie de herencia invisible que nos hacía caminar con una identidad clara, aunque nunca hubiéramos pisado esa tierra.
La comida, la música, las fiestas, el respeto a los mayores, el valor del apellido… Todo eso formaba parte de mi educación sin que nadie me lo enseñara explícitamente. Lo absorbí como se absorbe el amor: por presencia y por costumbre.
Pero no todo fue sencillo. Desde muy joven, mi cuerpo comenzó a dar señales de que algo no estaba bien. Al principio fueron molestias pequeñas: aftas, dolores pasajeros, cansancio sin razón. Nadie sospechaba que aquellos primeros síntomas eran el comienzo de una larga batalla que me acompañaría toda la vida. Una enfermedad invisible, que me robaba energía, que me hacía sentir diferente, que me fue empujando, poco a poco, hacia una silla de ruedas. Mi cuerpo, que nunca dejó de hablarme, también fue un maestro, aunque uno cruel.
Mientras tanto, yo vivía, soñaba y buscaba mi lugar. Desde pequeño aprendí el oficio de zapatero. Las herramientas, los cueros, los olores del taller eran parte de mi mundo. Hacer zapatos no era solo un trabajo: era una manera de crear, de construir belleza desde lo cotidiano. Y junto a eso, la música. Siempre la música. Era mi refugio, mi desahogo, mi forma de expresar lo que no podía poner en palabras. A veces siento que, si no hubiera tenido la música, me habría despedazado desde hace mucho tiempo.
Hay momentos que definen quién eres y quién vas a ser. Para mí, esos momentos giran alrededor de tres pasiones que han sostenido mi vida: el amor por una mujer —mi compañera, mi refugio, mi fuerza—, el arte de hacer zapatos, y la música, esa que viste el alma cuando la vida te deja desnudo.
Mi vida no fue una línea recta. Fue una serie de curvas, de caídas, de giros inesperados. Las ciudades que me vieron pasar dejaron marcas profundas en mí:
México, donde todo comenzó.
Houston, donde la medicina y la esperanza caminaron juntas.
Rochester, donde enfrenté diagnósticos y despedidas.
Haifa y Jerusalén, donde construimos un hogar, un negocio, una vida nueva.
Miami, San Diego, Chicago, Nueva York… cada lugar trajo lágrimas, pero también puertas abiertas. En cada uno encontré algo que necesitaba, incluso cuando no sabía que lo necesitaba.
Esta es mi historia. No es solo un recuento de eventos. Es el mapa de un hombre que ha amado profundamente, que ha sufrido en silencio, que ha luchado contra su cuerpo y contra el tiempo, pero que nunca, nunca se ha rendido gracias a D-os
Aprendí que no importa cuánto pierdas, mientras sigas vivo hay oportunidad de crear, amar y dejar una huella