Segunda muerte.
Ictus
El 29 de marzo de 2017 cambió mi vida para siempre.
Fue en aquella presentación organizada por mi hija Sary, donde la Sra. Janet Napolitano (secretaria de Seguridad Nacional, en el equipo de Barack Obama), daría un discurso en una casa hermosa del sur de la Ciudad de México. Recuerdo el ambiente elegante, la emoción en los rostros de los invitados, rostros conocidos, amigos de mi hija, gente del ambito academico, hasta que, de pronto, algo dentro de mí empezó a fallar.
Primero fue un mareo, después un hormigueo extraño, las palabras que ya no salían, la vista que se nublaba. Mi mente seguía como media noche, pero el cuerpo dejó de obedecer. Escuché voces preocupadas, vi miradas asustadas… y luego, nada.
Desperté en el hospital, rodeado de mi familia, con la noticia que me estremeció: había sufrido un ictus, un accidente cerebrovascular. Y con esa noticia llegó algo más duro de asimilar: mi mano derecha, la mano que me acompañó toda la vida, ya no iba a ser la misma.
Lo supe desde el primer momento que intenté moverla y sentí que no respondía. Era como si la voluntad se quedara atorada a medio camino, como si entre mi cerebro y mis dedos se hubiera roto la comunicación. Quise cerrar la mano, alzarla, tocar… pero nada.
Lo que más me dolía no era solo no poder usarla como antes, sino lo que esa mano significaba para mí: el piano. Esa mano era mi voz cuando las palabras no bastaban, mi consuelo en los momentos difíciles, la que completaba la armonía que tanto amaba tocar. Verla inmóvil era como ver callarse una parte profunda de mi alma.
Los días que siguieron fueron duros. Terapias, ejercicios, paciencia, lágrimas… y sobre todo, la incertidumbre: ¿Volveré a tocar? ¿Volveré a sentir esas teclas como antes? Había momentos de avance, de ilusión; otros de retroceso y de frustración.
Con el tiempo entendí que mi mano derecha nunca volvería a ser la misma. No recuperé la fuerza ni la precisión que tenía. Pero también comprendí algo que tardé en ver: que aunque la mano cambió, el amor por la música seguía intacto.
Hoy, cuando me siento frente al piano, toco diferente. Más lento, más torpe quizás… pero con una profundidad nueva. Porque ahora cada nota que logro sacar tiene el valor de una batalla ganada; cada melodía es un testimonio de que, aunque mi mano derecha no sea la misma, mi corazón sigue siendo el mismo… y sigue queriendo tocar.
Mi mano derecha está casi paralizada.
Es difícil explicar lo que se siente. No es solo que no se mueva: es mirarla, intentarlo una y otra vez, y ver que la orden no llega. Es como si algo que siempre fue parte de mí, de pronto, se hubiera desconectado.
Lo más duro no es solo lo práctico —abotonarme una camisa, sostener un vaso, escribir— sino lo que representaba para mí: el piano. Esa mano era mi compañera de toda la vida, la que completaba los acordes, la que daba fuerza y melodía. Y de un día para otro, casi dejó de existir.
Hubo momentos de muchísima frustración. Me preguntaba: ¿por qué a mí? Y, sobre todo: ¿qué sentido tiene sentarme frente al piano si ya no puedo tocar como antes?
Pero la respuesta llegó sola, con el tiempo: el sentido está precisamente en seguir intentándolo. En no dejar que el silencio gane. Aunque mis dedos no corran por las teclas, aunque el sonido salga torpe, aunque las melodías ya no tengan la misma fuerza… el simple hecho de seguir tocando es, en sí mismo, una victoria.
Mi mano derecha está casi paralizada, pero no ha logrado paralizar mis ganas de vivir, ni mi amor por la música. Hoy toco distinto: más despacio, más limitado, pero con el corazón más despierto que nunca.
Porque descubrí que la verdadera música no solo está en las manos, sino en lo que sentimos, en lo que transmitimos, y en la fuerza de no rendirse.
l piano no sólo habla, sino que gritara aquello que yo no podía expresar.