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Tercera muerte.
Cáncer

Rosh Hashaná

Rosh Hashaná, la fiesta judía del Año Nuevo, la celebramos como siempre: los cinco hermanos juntos, acompañados de nuestras esposas. Era una noche llena de significado, de plegarias por salud, por vida y por un año mejor.

Pero esa noche no fue como otras.

En el camino hacia el lugar de la cena, recibí una llamada inesperada del centro de citas en Rochester, Minnesota. Me dijeron, con voz firme, que según los estudios que había dejado apenas dos semanas antes en la clínica, necesitaban que volviera cuanto antes para repetirlos. Era urgente.

Llegué así a la cena de Rosh Hashaná con el corazón encogido, intentando aparentar calma. Entre rezos, bendiciones y sonrisas, mi mente no dejaba de volver una y otra vez a esa llamada. Sabía que no podía guardármelo.

Esperé el momento adecuado, cuando la cena terminó y el ambiente se relajó un poco. Entonces reuní a mis hermanos y les conté lo que estaba pasando. Les dije que me habían llamado de Rochester, que los doctores insistían en que debía regresar de inmediato para nuevos estudios.

Vi en sus ojos el reflejo exacto del miedo que yo sentía. Nadie hizo demasiadas preguntas; no hacían falta palabras largas entre nosotros. Me respondieron con miradas llenas de cariño, abrazos, y frases sencillas pero profundas: “Ve tranquilo, haz lo que tengas que hacer, estamos contigo.”

En ese momento entendí, una vez más, la fuerza que da la familia. Aunque el camino debía recorrerlo yo, nunca lo haría solo.

Así, con el sabor de la miel en la boca y las bendiciones de Rosh Hashaná resonando todavía en el corazón, decidimos partir. Viajamos mi esposa Silvia, mi hija Vivi y yo, dejando atrás la mesa familiar y las plegarias por un año dulce, para enfrentar la incertidumbre de lo que nos esperaba.

Ya en Rochester, volvimos a entrar en ese mundo que conocía demasiado bien: salas de espera interminables, doctores con rostros serios, estudios que parecían no terminar nunca. Cada noche, en el silencio del hotel, repasaba mentalmente todo lo vivido, buscando en mi memoria algún consuelo, algo que me dijera que esta vez todo saldría bien.

Finalmente, llegó la cita más difícil: la consulta donde nos darían los resultados. Nos sentamos frente al médico, conteniendo la respiración, sabiendo que unas pocas palabras podían cambiar el rumbo de nuestra vida.

Después de solo un día de estar internado en el hospital, llegó la doctora por la mañana, se sentó frente a mí y me dijo, con un tono seco que nunca voy a olvidar: “Tienes cáncer.”

Me quería morir.

Sentí que el piso desaparecía bajo mis pies, que el aire se me iba del pecho. Todo lo que había vivido, soñado y planeado se nubló de golpe ante esa palabra que nadie está preparado para escuchar.

Al día siguiente me dieron de alta. Salimos del hospital y fuimos al departamento que habíamos rentado para estar cerca. Pensé que tal vez ahí, entre paredes conocidas y junto a Silvia, podría recuperar un poco de calma.
Pero esa noche todo empeoró. Me puse muy mal: dolores insoportables, sudor frío, la respiración entrecortada. Silvia, desesperada, llamó al 911. Vinieron de inmediato y me llevaron de urgencia al hospital.

Esa misma noche, mi corazón se detuvo. Morí por 3.4 minutos.

Un suspiro entre la vida y la muerte, un instante eterno donde todo quedó en completo silencio.

Tres meses después, volví a un México que me parecía al mismo tiempo familiar y distinto. Las calles, los aromas, las voces de mi gente seguían ahí, pero yo sentía que algo había cambiado para siempre dentro de mí.

Las cicatrices externas eran visibles, pero las internas solo yo las conocía: el miedo que se escondía detrás de cada resultado, la ansiedad antes de cada cita, y esa voz interna que a veces preguntaba: “¿Y si vuelve? ¿Y si esta vez no lo logro?

Con el paso de los meses fui entendiendo que la vida no volvería a ser como antes. Pero, sorprendentemente, tampoco sentía que quisiera que fuera exactamente igual. Todo lo que había vivido —las operaciones, las noches de hospital, el miedo, el dolor, la esperanza— me transformó de una manera que solo el tiempo logra revelar.

En esos días descubrí algo que antes no había sentido con tanta intensidad: el poder de lo pequeño. Un desayuno tranquilo con Silvia, una llamada de mis hijas, la sonrisa de mis nietas, un atardecer visto desde la ventana… cosas que antes pasaban casi desapercibidas, ahora tenían un brillo distinto.

Aprendí a agradecer incluso los días difíciles, porque entendí que incluso esos días son vida. Que seguir aquí, aun con dolor, aun con miedo, sigue siendo un privilegio, sigo estando VIVO!

También descubrí la fuerza que puede nacer de la vulnerabilidad. Ya no me daba vergüenza reconocer que tenía miedo, que estaba cansado, que había noches en que lloraba en silencio. Al contrario: hablarlo me acercaba más a los míos, me hacía sentir más humano, más real.

Y así, paso a paso, fui construyendo una nueva manera de vivir. Una vida más lenta, más atenta, más consciente del regalo que es cada mañana. Una vida que aprendió a decir “gracias” incluso por los días nublados, porque entendí que estar vivo, simplemente estar, ya era motivo suficiente para agradecer.

Descubrí que uno no sale “igual” después de mirarse tan cerca de la muerte. Te cambia la forma de mirar a la gente, te cambia el valor que le das a una conversación, a una palabra amable, a un silencio compartido. Te cambia la prisa por cosas que antes parecían urgentes y que, de pronto, ya no lo son tanto.

Las visitas cada 21 días al hospital se volvieron casi como un recordatorio ritual de mi fragilidad, pero también de mi resistencia. Cada vez que salía por la puerta del hospital, sentía que me llevaba conmigo un suspiro de victoria: otro día ganado, otra oportunidad de volver a mi casa, de ver a Silvia, de escuchar la risa de mis nietas, de hablar con mis hermanos.

En las noches, muchas veces no podía dormir. Me venían recuerdos, preguntas, miedos. Pero también me visitaban los recuerdos bonitos: la calidez de una mesa llena de familia, las bromas que solo entienden los hermanos, los días que toqué el piano y sentí que la música me rescataba del dolor. Esos recuerdos se convirtieron en mi refugio, en el lugar donde descansaba la mente cuando el cuerpo no podía más.

Entendí que la lucha no siempre es visible. Que muchas veces la verdadera batalla se libra por dentro, cuando decides levantarte aun con miedo, sonreír aunque duela, agradecer aunque el corazón esté cansado.

Y así fui aprendiendo a vivir de otra manera: más despacio, más atento, más agradecido. Aprendí que no se trata de “ganar” o “perder” contra la enfermedad, sino de seguir estando presente, de seguir queriendo, de seguir diciendo: “Hoy también sigo aquí.”

Nunca subestimen la fuerza que llevan dentro

Jacobo Askenazi
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